El Bicentenario como oportunidad: Teoría y agenda para nuevos balances y prospectos en América Latina

 

I. Dos ópticas sobre un mismo asunto: las miradas desde la Historia y la Filosofía Política.

La articulación cambiante de los tiempos en la Historia.

En lo que hace relación a la Historia, la tensión pasado-futuro ha resultado sin duda una cuestión clásica en los debates de la disciplina, lo que ha provocado una gran multiplicidad de reflexiones y estudios por parte de renombrados historiadores. De allí que frente a la demanda de, al menos, una aproximación sumaria al punto, comenzar por los maestros no resulte casi nunca una mala ruta. Los “padres” de la llamada escuela francesa de los “Annales”, Marc Bloch y Lucien Febvre, focalizaron sus estudios en más de una ocasión sobre este tema, tanto en sus textos más teóricos como en sus investigaciones aplicadas. Desde su entrañable y emblemático libro póstumo (y lamentablemente inacabado), “Introducción a la Historia”,2 Bloch atendió en varios pasajes el tema. En primer lugar, en el diseño general de su obra (escrita “de memoria” en un campo de concentración nazi) figuraba un último capítulo que lamentablemente no pudo escribir, al ser fusilado por los alemanes en un lager de Lyon el 16 de julio de 1944. El título de ese último capítulo previsto, el séptimo, dice mucho: “El problema de previsión”. 3
 
Además de la voluntad de trabajar en detalle este punto de la “previsión” como un capítulo que juzgaba indispensable para la primera formación de un historiador, Bloch convocaba entonces a la búsqueda del imperativo de que la Historia probara “su legitimidad como conocimiento”, orientando su brújula en la medición de “su aptitud para servir a la acción”. En otro plano, Bloch reflexionaba también acerca del “problema de la utilidad” de la disciplina, que apreciaba “en el sentido “pragmático” de la palabra útil”, que a su juicio no debía confundirse “con el de su legitimidad, propiamente intelectual”. En esa dirección, advertía que “toda ciencia se halla, en cada una de sus etapas, atravesada constantemente por tendencias divergentes, que no es posible separar sin una especie de anticipación del porvenir”. Para cumplir con ese compromiso, Bloch convocaba a “rechazar, después de las seducciones de la leyenda o de la retórica, los venenos, hoy más peligrosos, de la rutina erudita y del empirismo disfrazado de sentido común”. Asimismo, reivindicaba a la Historia como una “ciencia de los hombres en el tiempo”, negando en forma explícita que este último se redujera al “pasado”, problematizando con audacia “los límites de lo actual y de lo inactual” y proponiendo en forma expresa, tanto la pertinencia de “comprender el presente por el pasado” como la de “comprender el pasado por el presente”. “Sería un grave error –concluía Bloch- pensar que los historiadores deben adoptar en sus investigaciones un orden que esté modelado por el de los acontecimientos. Aunque acaben restituyendo a la historia su verdadero movimiento, muchas veces pueden obtener un gran provecho si comienzan a leerla, como decía Maitland, al revés.4
 
Por su parte, Lucien Febvre también transitó por el análisis del problema en cuestión. En su famosa compilación “Combates por la Historia”,5 en el “Manifiesto de los nuevos Annales” de 1946 titulado “De cara al viento”, el gran compañero de Bloch exponía en tono militante varias convicciones al respecto. “Un hecho es cierto ya desde ahora: vivir, para nosotros y para nuestros hijos, será mañana, es hoy ya, adaptarse a un mundo perpetuamente resbaladizo. (…) Sí. Vamos a estar muy amenazados. (…) Es preciso acomodarse. (…) Hacer balance cada día. Situarse en el tiempo y en el espacio. (…) Hablo de la historia. De la historia que no liga a los hombres. De la historia que no obliga a nadie. Pero sin la cual no se hace nada sólido. (…) … entender bien en qué se diferencia el pasado del presente, ¿no es una gran escuela de flexibilidad para el hombre alimentado por la historia? (…) Método histórico, método filológico, método crítico: bellos útiles de precisión (…) de un pasado que detenta y que restituye, en intercambio, el secreto sentido de los destinos humanos”.6
 
Desde su pasión, Febvre no perdía de vista, sin embargo, la advertencia sobre los peligros del historicismo (“recuerdo de soluciones que fueron propias del pasado y que, en consecuencia, no podrán ser en ningún caso las del presente”), ante el cual reiteraba dos “antídotos” poderosos: i) poner énfasis en la elaboración de teoría científica rigurosa (“cuando no se sabe lo que se busca, tampoco se sabe lo que se encuentra”; “¿Así es que en la base de la historia debe haber “teorías”? La palabra no tiene nada que pueda hacerme retroceder. (…) ¿Por qué iba a ser imbecilidad y locura para el historiador lo que es válido, sabiduría y razón para el biólogo? (…) Hay que desterrar de una vez y para siempre el ingenuo realismo de un Ranke imaginándose que podría conocer los hechos en sí mismos “como han ocurrido””);7 ii) y en segundo término, rechazar la vía del “olvido creador” nietzscheano pero “aligerar”, desde la reflexión y de la investigación disciplinaria, las cargas del pasado. “Un instinto nos advierte que no nos dejemos hipnotizar, hechizar, absorber por (el) pasado. (…) ¿Qué hacen (…) las sociedades humanas para detener este peligro? Unas, (…) las menos exigentes mentalmente, han dejado caer todo en la sima del olvido; dejémoslas con su miseria. (…) La historia (…) es un medio de organizar el pasado para impedirle que pese demasiado sobre los hombros de los hombres. (…) Es en función de la vida como la historia interroga a la muerte”.8
 
Pero corresponde en verdad al historiador alemán Reinhart Koselleck el haber encarado en forma más directa y global el tópico de la relación en Occidente entre el pasado y el futuro. En particular, aunque no exclusivamente, fue en su célebre texto “Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos”, en el que Koselleck abordó lo que él mismo denominaba el intercambio central entre “experiencia y expectativa”. Dice el historiador alemán en algunos de los pasajes más significativos de su texto: “… en cada momento presente las dimensiones temporales del pasado y del futuro se remiten las unas a las otras. La hipótesis es que en la determinación de la diferencia entre el pasado y el futuro (…) se puede concebir algo así como el “tiempo histórico””9. A partir de un estudio erudito de las nociones de futuro correspondientes a las generaciones pasadas europeas (lo que él llamaba precisamente el “futuro pasado”) y con una especial consideración del proceso de “distanciamiento entre la conciencia política del tiempo del principio de la modernidad y la escatología cristiana” (que él ubicaba históricamente durante la Ilustración y, más precisamente, como consecuencia directa del impacto de la “Revolución francesa”), Koselleck va revisando en forma pormenorizada a lo largo de su obra la modificación de las concepciones del vínculo entre pasado y futuro en Europa desde Lutero a Robespierre. En esa dirección, focaliza su atención en el pasaje, por cierto sin secuencias rígidas, entre la “profecía apocalíptica” de sesgo religioso y el “pronóstico” como cálculo y principio de construcción política.
 
“Quien liberó –señala el historiador alemán- el comienzo de la modernidad de su propio pasado y también abrió con un nuevo futuro nuestra modernidad fue, sobre todo, la filosofía de la historia. (…) El tiempo histórico no es el pasado, sino el futuro que hace diferente lo similar. De este modo, Reinhard reveló el carácter procesual de la historia moderna en la temporalidad que le es propia y cuyo final es imposible de prever. (…) El ilustrado consecuente no toleraba ningún apoyo en el pasado. El objetivo que explicaba la Enciclopedia era acabar con el pasado tan rápidamente como fuera posible para que fuera puesto en libertad un nuevo futuro”.10 Sin embargo, en su recorrida por la historia europea Koselleck registraba cómo en esa búsqueda imperiosa tras una “muerte” del pasado que “liberara” el futuro, aquellos hombres encontraron en cambio lo que calificó como la “futuridad del pasado” (la idea que “el pronóstico implica un diagnóstico que introduce el pasado en el futuro”). Ello no se tradujo de su parte en una ratificación de la concepción ciceroneana de la “Historia Magistra Vitae”, sino antes bien lo hizo converger en el señalamiento sobre la gradual disolución de ese “topos” de la Antigüedad helenística. Según Koselleck, fue desde los “criterios históricos del concepto moderno de revolución” que se llegó al reconocimiento de la auténtica “prognosis histórica”. “La década de 1789 a 1799 fue experimentada por los que actuaron en ella como la irrupción de un futuro que nunca había existido antes. (…) De hecho, la revolución libera un nuevo futuro, sea progresista o catastrófico, y del mismo modo un nuevo pasado que se condensó como objeto especial de la ciencia crítico-histórica al ir haciéndose extraño. Progreso e historismo, aparentemente contradictorios, nos ofrecen un rostro de Jano, el rostro del siglo XIX.” 1112
 
El descubrimiento de que la Historia podía servir a los ejercicios de Prospectiva, la convicción de que hurgar de una manera especial sobre los procesos del pasado podía contribuir a la reflexión y aun a la construcción de escenarios-horizontes posibles de futuro (“futuribles”, en la jerga de la Prospectiva contemporánea), de inmediato –como hemos anotado- recogió la réplica clásica acerca de los “peligros del historicismo”. Este, por otra parte, podía encontrar estímulos para “resucitar” por el impacto de algunas claves del contemporáneo “estallido de la temporalidad” de las últimas décadas o en ancas de la llamada “memorialización” de la filosofía “posmoderna”, procesos ya anteriormente referidos.13 De modo que los peligros de un eventual “retorno” del historicismo, de la mano de los fuertes cambios en la temporalidad que caracterizan a las sociedades contemporáneas, al menos en buena parte de Occidente, no pueden ser considerados como una advertencia infundada. Dicha posibilidad tiene mucho que ver con los nuevos marcos que rodean en la actualidad las relaciones entre pasado y futuro: una renovada vigencia del historicismo clásico, entendido como señala Walter Benjamin como el imperio de “una imagen “eterna” del pasado”,14 implicaría “la parálisis de la acción, acompañado con frecuencia de un irónico desencanto, (derivado) sobre todo de la incapacidad de soportar la experiencia de lo posible".15 Pero los peligros en torno a un quiebre negativo de la relación pasado-futuro no sólo pueden derivar de las cargas de un exceso de pasado, en cualquiera de sus formas. Toda visión determinista o teleológica, en cualquier sentido, más allá de las apariencias, termina casi siempre en una “parálisis” frente a los desafíos del futuro. Sólo desde visiones elaboradas que convivan reflexivamente con principios de incertidumbre e indeterminación, y que rescaten una visión más abierta y flexible acerca de las relaciones entre pasado, presente y futuro, es que se puede construir relatos con potencialidad prospectiva.16
 
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