Las resistencias al gobierno provincial: Juan A. Lavalleja y la disolución de la Junta de Representantes

Las resistencias al gobierno provincial: Juan A. Lavalleja y la disolución de la Junta de Representantes 1
 
Es nuestro propósito examinar cómo durante el transcurso de la guerra entre las Provincias Unidas del Río de la Plata y el Imperio del Brasil se fue estructurando en la Provincia Oriental un nuevo ordenamiento político- administrativo. Esto significó la aplicación de una serie de reformas políticas con altos costos económicos, que provocaron múltiples resistencias al romper viejas hegemonías locales, aumentar la carga impositiva y motivar el enfrentamiento entre las fuerzas militares y la dirigencia civil. Puntualmente, nos detendremos en el análisis de la coyuntura que llevó al Capitán General Juan Antonio Lavalleja a la disolución de la Sala de Representantes en octubre de 1827, por tratarse de un ejemplo ilustrativo de esta puja de intereses. Para una comprensión más cabal de este proceso histórico hemos procurado tener en cuenta que este territorio estaba inmerso en otros procesos de reestructuración política en la región del Virreinato del Río de la Plata y el sur del Brasil. A grandes rasgos, se puede identificar en las Provincias Unidas la coexistencia de dos proyectos de construcción estatal, que se expresaron en la formación de los “partidos” de unitarios y federales. Uno de ellos promovía un estado confederal, que suponía un conjunto de pueblos soberanos en igualdad de derechos. El otro, pretendía un Estado rioplatense centralizado, sustentado en la capacidad hegemónica de Buenos Aires. Los conflictos y enfrentamientos que se ocasionaron a raíz de la oposición entre ambas facciones hicieron eco al interior de la Provincia Oriental, constituyendo un marco de referencia ineludible del análisis histórico sobre este período.
 
El año 1820 marcó un punto de inflexión en el proceso revolucionario del Río de la Plata iniciado en 1810. Por una lado, en enero de 1820 se produjo la derrota de las fuerzas artiguistas ante las lusitanas en la batalla de Tacuarembó, y con ella la capitulación de todos los pueblos de la Provincia Oriental que aún resistían al dominio luso-brasileño. Por otra parte, el “pronunciamiento de Arequito” del Ejército del Norte, desconociendo la autoridad del Directorio, así como el triunfo de las fuerzas de Estanislao López y Francisco Ramírez sobre el ejército directorial en Cepeda, provocaron la desaparición definitiva del Directorio y del Congreso, es decir, la disolución del gobierno central, reasumiendo la autonomía cada una de las provincias. Se inició, entonces, una nueva etapa en el relacionamiento entre las provincias que integraban el antiguo Virreinato, conviviendo varios proyectos de configuración estatal.
 
En Buenos Aires, tras la caída del poder central se emprendió la tarea de construir un nuevo orden político interno. El nuevo titular del Poder Ejecutivo, Martín Rodríguez y sus ministros, Bernardino Rivadavia y Manuel García, apoyados por un grupo heterogéneo de la elite porteña, asumieron el desafío de aggiornar la estructura administrativa heredada del período colonial, a la nueva realidad política (Tedeschi, 2007). En ese sentido, implementaron una serie de reformas tendientes a organizar  en sus más diversos aspectos a la sociedad surgida de la Revolución: económicos, políticos, sociales, religiosos, culturales y urbanos. De acuerdo con la historiadora argentina Marcela Ternavasio, “luego de una convulsionada década de revolución y guerras parecía consolidarse [para ciertos sectores sociales] el camino ‘civilizatorio’ que conduciría a la institucionalización del poder.” (Ternavasio, 2004, p. 7). Para la Provincia Oriental, el año veinte significó la completa ocupación portuguesa y en 1821, un Congreso Extraordinario legitimó su anexión como “Provincia Cisplatina (alias oriental)”, al Reino de Portugal, Brasil y Algarves. No obstante, la firma del Tratado del Cuadrilátero entre las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes a comienzos de 1822 y la independencia del Brasil en setiembre de ese año, que dividió a las “fuerzas invasoras”, estimuló –sobre todo en el cuerpo capitular de Montevideo– la posibilidad de romper con los compromisos de anexión asumidos. En tal sentido, los cabildantes iniciaron gestiones con las tropas portuguesas fieles a Juan VI, con las provincias del Litoral y con algunos de los comandantes orientales para concretar el inicio de la guerra contra la dominación brasileña. Pero el acuerdo entre las fuerzas de ocupación, así como la resistencia del gobierno de Buenos Aires a iniciar una nueva guerra, entre otras razones, frustraron estos intentos revolucionarios de 1822 y 1823. 
 
A pesar de estos fracasos, desde Buenos Aires se continuó organizando un posible levantamiento armado en la Provincia Oriental, que se concretó en abril de 1825. La denominada “Cruzada Libertadora” al mando de Juan Antonio Lavalleja, inició un nuevo movimiento revolucionario para la independencia del territorio oriental, esta vez del dominio brasileño. Desde el comienzo, este movimiento procuró acompañar sus acciones de guerra con la formación de un gobierno. A los dos meses de haber comenzado las operaciones militares se instaló, a iniciativa de Juan A. Lavalleja, un Gobierno Provisorio en la Villa de la Florida con el objetivo de convocar a elecciones de diputados en los distintos pueblos de la Provincia para la formación de una Sala de Representantes. El 20 de agosto de 1825, en la Villa de la Florida, comenzó a sesionar la Honorable Sala de Representantes con la incorporación de catorce diputados electos por los siguientes pueblos de la Provincia: villa de Guadalupe (Juan Francisco Larrobla), villa San José (Luis Eduardo Pérez), San Salvador (Juan J. Vázquez), villa San Fernando de la Florida (Joaquín Suárez), Nuestra Señora de los Remedios de Rocha (Manuel Calleros), villa de San Pedro del Durazno (Juan de León), la ciudad San Fernando de Maldonado (Carlos Anaya), San Juan Bautista (Simón del Pino), villa San Isidro de las Piedras (Santiago Sierra), villa del Rosario (Atanasio Lapido), Pueblo de las Vacas (Juan Tomás Núñez), villa Concepción de Pando (Gabriel A. Pereira), Villa Concepción de Minas (Mateo Lázaro Cortés) y por Villa de Víboras (Ignacio Barrios). No contaron con representantes, entre otros, Montevideo y Colonia –estaban aún bajo el dominio brasileño–, así como Santo Domingo Soriano, Mercedes y Paysandú. La presidencia de la Sala se delegó al Padre Juan Francisco Larrobla. Ese mismo día se designó a Juan A. Lavalleja como Gobernador y Capitán General de la Provincia. En la sesión del 25 de agosto se aprobaron dos leyes fundamentales, consideradas como tales por ser el fundamento de la legitimidad de la actuación soberana de la Provincia: la ley que declaraba que este territorio quedaba “de hecho y de derecho libre e independiente” del Rey de Portugal y del Emperador del Brasil y aquella que declaraba a “la provincia Oriental del Río de la Plata unida a las demás de ese nombre en el territorio de Sudamérica”. Una tercera ley aprobada en esa sesión reconocía como pabellón de la provincia, mientras no se produjera la incorporación a las Provincias Unidas, “el que [tenía] admitido compuesto de tres franjas horizontales, celeste, blanca y punzón.” (Armand Ugon, et al., 1930, p. 6).
 
 
 
Dos meses después, el 24 de octubre de 1825, el Congreso Constituyente de las Provincias Unidas del Río de la Plata, reunido en Buenos Aires, resolvió la incorporación de la Provincia Oriental. En sus diferentes periodos de trabajo, la Sala de Representantes sancionó otro número importante de leyes que fueron conformando una nueva estructura organizativa político-administrativa sobre los territorios que ya se habían liberado del dominio brasileño. Esta nueva configuración política se caracterizó por tender a centralizar la autoridad y por buscar recursos que permitieran asumir los costos económicos y sociales que la guerra demandaba. Estos nuevos “principios” de distribución del poder que se estaban instaurando generaron resistencias, sobre todo porque suponían la pérdida de ciertas autonomías a nivel local. El 6 de setiembre de 1825 la Sala de Representantes entró en receso pero dejó una Comisión Permanente encargada de organizar la elección de una nueva legislatura. La segunda legislatura contó con un número mayor de diputados debido a la incorporación de representantes de todos los pueblos de la Provincia, incluso de aquellos que aún estaban bajo el dominio brasileño. Por ley se aprobó que la denominada Junta de Representantes; debía integrarse con cuarenta diputados electos por los nueve departamentos de la Provincia en la siguiente proporción: Montevideo tendría ocho, Colonia, Maldonado, Canelones y Soriano cinco cada uno, San José y Paysandú cuatro respectivamente y Cerro Largo y el departamento Entre Yí y Río Negro (Durazno), contarían con dos diputados cada uno. Su actuación se extendió desde diciembre de 1825 a febrero de 1826; entre los meses de junio y julio de ese año hubo algunas sesiones extraordinarias y a partir de setiembre volvió a sesionar hasta octubre de 1827. Es en este último período en el que nos detendremos concretamente en este capítulo. 
 
Durante la segunda legislatura se conformó el Gobierno Nacional de las Provincias Unidas, encabezado por Bernardino Rivadavia, quien asumió como Presidente el 8 de febrero de 1826. El Poder Ejecutivo se dirigió a la Junta de Representantes de la Provincia y al General en Jefe de Ejército y Gobernador Provisorio, Juan Antonio Lavalleja, exigiendo la inmediata incorporación de éste al Ejército Nacional. Para ello, Lavalleja debía previamente delegar su cargo de Gobernador en otra persona, siendo elegido para ello Joaquín Suárez. El comisionado de las Provincias Unidas ante el Gobernador y la Sala fue Ignacio Núñez, quien presentó las notas respectivas escritas por el Ministro de Guerra, Julián S. de Agüero. Las razones que motivaron la misión de Núñez fueron múltiples. Desde el 24 de diciembre de 1825 el Congreso General había puesto bajo el mando del General en Jefe del Ejército Nacional a todas las fuerzas militares existentes en las provincias de Entre Ríos, Corrientes, Misiones y Oriental. Por otra ley de la misma fecha, se había puesto también a disposición del Poder Ejecutivo todas las milicias presentes en esos territorios. Como consecuencia de estas medidas, Lavalleja debía organizar las fuerzas existentes en la Provincia y ponerlas a disposición del General en Jefe, Martín Rodríguez. Sin embargo, para junio de 1826 aún no lo había hecho. Por otra parte, se consideraba que “el doble carácter” que conservaba Juan Antonio Lavalleja, como General en Jefe y Gobernador, había impedido o demorado el cumplimiento de las leyes sancionadas por el Congreso General y las disposiciones decretadas por el Poder Ejecutivo. Una de las leyes que no se estaba aplicando era la sancionada el 13 de marzo de ese año, que ponía “bajo la inmediata y exclusiva administración de la Presidencia de la República todas las aduanas exteriores y declaraba nacionales los impuestos sobre lo que se importaba en el territorio de la Unión, o los que de él se exportaba.”2Conforme a las notas enviadas por Agüero, no sólo no se estaba aplicando esta ley en el territorio oriental, sino que el Gobernador había “autorizado un comercio franco con la Plaza enemiga, por aprovechar, la recaudación de impuestos sobre lo que se introducía y extraía de dicha Plaza”. Esta medida, según las “autoridades nacionales”, favorecía y estimulaba la continuidad del bloqueo al puerto de Buenos Aires que estaba llevando adelante el Imperio. El bloqueo marítimo estaba provocando una reducción significativa de las recaudaciones de la aduana porteña,  que constituían uno de los principales ingresos del Gobierno Nacional, imprescindibles en tiempos de guerra por el aumento del presupuesto que ésta generaba. Por otra parte, el comercio con la plaza “enemiga”, en general circunscrito al abastecimiento de ésta, era un gran inconveniente desde el punto de vista militar. 
 
Bernardino Rivadavia.
 
El pedido de “remisión” del cargo de Gobernador fue resistido por Lavalleja pero contó con el respaldo de la Sala de Representantes de la Provincia. En julio de ese año, Lavalleja finalmente se incorporó al Ejército Republicano y delegó el gobierno de la Provincia en Joaquín Suárez hasta tanto las obligaciones militares le permitieran ejercer ese cargo. Joaquín Suárez–quien se estaba desempeñando como diputado por Florida– había iniciado su “vida pública” participando de los movimientos de 1809 que buscaron reformular la relación con la metrópoli. En 1811 actuó como Comandante Militar de Canelones y acompañó a José Artigas cuando en octubre de ese año, tras la firma del armisticio, se produjo la retirada del ejército oriental seguido de numerosas familias, que se instalaron en la margen occidental del río Uruguay. Suárez participó del segundo sitio a Montevideo y en 1815 solicitó su retiro, culminando de esa forma su carrera militar. En 1816 fue electo para integrar el Cabildo Gobernador de Montevideo y desempeñó ese cargo hasta el 18 de enero de 1817, cuando se evacuó la plaza ante la inminente llegada de los lusitanos. No ejerció ninguna función pública a las órdenes de las autoridades luso-brasileñas. Se reintegró a la vida política con el inició de la revolución en territorio oriental en 1825. (Fernández Saldaña, 1945) El episodio que llevó a Joaquín Suárez a asumir las funciones de gobernador puede ser interpretado como ejemplo de un nuevo ordenamiento del poder, que se caracterizó por aumentar las atribuciones del Poder Ejecutivo en el ámbito provincial, reservar a los civiles los cargos de gobierno y contar con una legislatura provincial acorde con los lineamientos generales del Gobierno Nacional.
 
 
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Los cambios políticos que se sucedieron en 1827 en las Provincias Unidas tuvieron hondas repercusiones en la Provincia Oriental. El 30 de  junio el Presidente Bernardino Rivadavia renunció a su cargo y en agosto se disolvió el Congreso Constituyente. Los motivos que llevaron a esa renuncia fueron varios. Por un lado, el fracaso de la Constitución, cuya orientación centralista y unitaria dividió a la elite bonaerense y provocó la guerra con las provincias. Por otra, los resultados de las tratativas de paz con el Imperio llevadas adelante por Manuel García en Río de Janeiro, quien aceptó que la Provincia Oriental quedara en poder de Brasil. Si bien la Convención firmada fue rechazada por el Congreso, así como por el Presidente, Rivadavia no pudo evitar ser responsabilizado por el resultado de la negociación. Además de la obligada renuncia de Rivadavia, el nombramiento de Manuel Dorrego como Gobernador de la Provincia de Buenos Aires, el establecimiento allí de una Sala de Representantes de orientación federal y la disposición del Congreso Constituyente, previo a su disolución, de delegar en el gobernador de Buenos Aires la conducción de la política exterior, afectaron la organización del Ejército Republicano (Halperin, 1980). Manuel Dorrego nombró General en Jefe del Ejército de Operaciones al Brigadier Juan Antonio Lavalleja, en relevo del Gral. Carlos M. de Alvear. Esta medida fue el resultado de una mayor proximidad y afinidad política entre el “caudillo oriental” y el novel gobernador electo. La posición asumida por la Junta de Representantes de la Provincia Oriental respecto a la Constitución y su proximidad evidente con el gobierno rivadaviano, preocuparon al nuevo gobernador porteño. Por ello, en el mes de agosto, el gobernador envió a José Vidal y Medina, vecino de Montevideo y amigo de Lavalleja, a que se reuniera en primera instancia con éste y luego con el Gobierno y la Legislatura provincial. En la circular que Dorrego entregó a Vidal y Medina le pedía a Lavalleja “que tocara los resortes y apurara los recursos que estuviesen a su alcance” a los efectos de superar la crisis que estaban viviendo nuevamente las Provincias Unidas (Brito del Pino, 1956, p. 225). La misión Vidal tuvo como objeto conseguir que la Provincia Oriental autorizara al Gobernador de Buenos Aires a asumir “los negocios de guerra, paz y relaciones exteriores hasta la reunión de un cuerpo nacional deliberante”, así como permitirle “formar alianzas defensivas ofensivas con todas las Repúblicas del Continente”. Asimismo, procuró pedirle a la Junta que reconociese el empréstito que había comenzado a negociar el anterior Gobierno Nacional y la invitó a elegir dos diputados para una Convención Nacional que se iba a celebrar próxima- mente (Actas, 1920, p. 429, Sesión del 20 de setiembre de 1827). El Gobierno Provisorio y la Junta aprobaron el petitorio que realizó el gobierno de Buenos Aires por medio de su comisionado. No obstante, sucesos posteriores enfrentaron a ambos gobiernos. La causa de ello fue la detención que realizó Lavalleja en la Provincia Oriental de los doctores porteños, ministros de justicia Juan Andrés Ferrara y Gabriel Ocampo, que luego remitió al gobierno bonaerense. Lo que motivó la detención de estos magistrados fue que el Dr. Ferrara había elaborado un proyecto para efectivizar una unión entre la Provincia de Buenos Aires y la Provincia de Montevideo –Provincia Oriental– (De Salterain y Herrera, 1957, p. 362). Desde la perspectiva del gobernador Joaquín Suárez y de los Representantes, esta detención respondía a una injerencia ilegal que estaba cometiendo el Gral. Lavalleja, avalada por el gobierno de Buenos Aires al aceptar a los detenidos. Por decreto del 21 de setiembre de 1827, se precisaba que la “P. Oriental había reasumido la parte de soberanía que se había desprendido al incorporar a sus diputados al Congreso General Constituyente disuelto el 18 de agosto próximo pasado. 2º Mientras no se estableciera un Cuerpo de Representantes y Ejecutivo Nacional, cualquier autoridad militar, sea cual fuese su origen, que se encontrase o entrare en el territorio de la provincia, ser[ía] responsable ante el Ejecutivo y la Legislatura de esta misma Provincia de la infracción de sus leyes.” (Actas, 1920, p. 433. Sesión del 21 de setiembre de 1827).  Este episodio terminó desencadenando la disolución de la Junta de Representantes y la destitución del Gobierno Provisorio el 12 de octubre de 1827, llevadas a cabo por el Gral. Lavalleja con el respaldo de los Comandantes militares de todos los departamentos de la Provincia. 
 
La discusión historiográfica respecto a este hecho se detuvo, sobre todo, a analizar y a “juzgar” si este suceso fue un acto autoritario y violento que alentó posteriormente los levantamientos armados contra la autoridad legalmente constituida o si, por el contrario, se trató de un hecho más que confirmaba el deseo independentista del pueblo oriental, al desmantelar una legislatura que había demostrado su afinidad “unitaria”. Así, por ejemplo, Eduardo Acevedo lo ha considerado como un “Golpe de Estado” que convirtió al “héroe de la Cruzada Libertadora” en dictador y “encabezó la serie de atentados que habría de hundir por largos años al país en la anarquía, la desolación y la ruina.” (Acevedo, 1933, p. 324) Estas interpretaciones se corresponden con la tradicional corriente historiográfica latino- americana que ha caracterizado la actuación de los caudillos como la de quienes, haciendo uso sistemático de la fuerza militar, impidieron el establecimiento de poderes legales e instituciones republicanas. Esta explicación del fenómeno del “caudillismo”, en general, ha sobrestimado las medidas tomadas por las elites urbanas y, encarnando el discurso de éstas, ha calificado de “anárquicas” y “tiránicas” las movilizaciones políticas lideradas por caudillos. Desde una perspectiva diferente, Juan E. Pivel Devoto, sin adjetivar excesivamente, en la narración que realiza de estos hechos, considera que Lavalleja tomó esa medida porque “la segunda legislatura había desvirtuado el sentido de la revolución oriental de 1825” y para reasumir el gobierno provincial que en junio del año 1826 había tenido que delegar, por la fuerza, en Joaquín Suárez. (Pivel Devoto, 1949, p. 471) María Julia Ardao ha analizado la disolución de la Sala como una medida para “salvaguardar los intereses generales del pueblo oriental.” Al respecto, explicita que “Lavalleja dio aquel paso consciente de que con ello cumplía con los deberes que le creaba ser depositario de la confianza del pueblo y del ejército.” (Ardao, 1953, p. 37) En esta misma dirección se encuentran los trabajos de Oscar Bruschera. Para este historiador, la “persistencia de un incompatible foco unitario en la Provincia Oriental cuando se recomponía la estructura federal de las Provincias Unidas y el proyecto de segregar la Provincia de Buenos Aires del resto de la Unión para formar un solo Estado con la Oriental, que propuso en Canelones el agente rivadaviano Juan Andrés Ferrara”, explican y justifican el interés de Dorrego y Lavalleja de “abortar aquella conjura” y el estímulo de los Jefes militares orientales para que mediante un acto de fuerza retornara la provincia “a su tradicional línea autonómica y federal.” (Bruschera, 1968, p. 15) Por otra parte, Bruschera arremete contra aquellos historiadores y críticos que “se deleitan, víctimas de un espejismo moral, con el prestigio de las formas y desatienden el espíritu de nacionalidad que se expresó en aquel día, indignada, por la mano ejecutora del caudillo.” (Bruschera, 1953, p. 35) Ambas posturas historiográficas tienen una matriz de fondo nacionalista; mientras que unos destacan el carácter independentista de Lavalleja, quien frente a una Junta “aporteñada” dispuesta a la “Unión”, asume una actitud enérgica y la disuelve; los otros valoran los intentos de institucionalidad y legalidad que buscó implementar la Junta de Representantes y el Gobierno en el territorio oriental para evitar que “cayera” en un “estado de anarquía” que lo dejara indefenso ante la ambición territorial de sus Estados vecinos. Las diferencias entre unos y otros historiadores han sido interpretadas, entre otras razones, como expresión de las posiciones político partidarias de sus autores. El Partido Nacional (Blanco) ha colocado a Lavalleja en el “panteón” de sus “héroes”, por lo cual los historiadores de filiación blanca han manifestado mayor condescendencia con el caudillo; por el contrario, los colorados en términos generales lo han criticado duramente.
 
Desde una posición crítica de ambas posturas, Carlos Real de Azúa resalta que “si el prestigio del autonomismo hubiese sido el sentido del golpe”, como sostiene la historiografía blanca, no se explica por qué esta medida pesó tan “adversamente en una carrera que podía exhibir méritos y virtudes no desdeñables” para ser electo como primer presidente del Estado Oriental. Por otra parte, critica a la historiografía colorada al reducir el suceso a “un acto de resentimiento personal de Lavalleja decidido a represaliar a los representantes que lo habían obligado en julio de 1826 a delegar el mando de Gobernador de la Provincia en manos de Joaquín Suárez.” Real de Azúa propone contemplar el episodio “bajo el ángulo inédito de ese “unionismo oriental” tan impertérrito desde 1825 hasta el borde de la ablación misma de 1828”. (Real de Azúa, 1990, p. 132)
 
La interpretación de Alfredo Traversoni, resulta particularmente interesante porque incorpora explícitamente la presencia del artiguismo, considerando el “golpe de Lavalleja” como una medida en defensa de los ideales artiguistas. Para este historiador, en el período que se abre con la revolución de 1825, “el movimiento oriental carece de ideología y firmeza de actitudes que fueron rasgos propios del artiguismo. Ciertamente, hay entre los jefes revolucionarios, Lavalleja, Rivera y los firmantes de la declaración de Durazno, los arrestos viriles a la resistencia a la imposición bonaerense. Pero hasta octubre de 1827 no es ésta la orientación que predomina.” (Traversoni, 1968, p. 94)
 
Las diversas interpretaciones historiográficas se corresponden con los testimonios que han dejado algunos de sus contemporáneos. El Gral. José Brito del Pino, lo calificó “del acto más reprobable” que hizo el Jefe de los Treinta y Tres Orientales, pues “valiéndose de la fuerza [decidió] pasar sobre las leyes, sobre las garantías de los ciudadanos, y destruir el edificio político que existía, fundado en la razón y la conveniencia pública, obra de la sabiduría y del genio, para sustituirlo por un gobierno arbitrario, sin más reglas que su voluntad.” (Brito del Pino, 1956, p. 323) En una posición similar Miguel Barreiro, en correspondencia con Gabriel Pereira, presidente de la Sala de Representantes en el momento de su disolución, se refería a la medida tomada por Lavalleja como “un acto verdaderamente brutal y escandaloso”. En opinión de Barreiro, el líder de la Cruzada Libertadora se hundía con ello en el “abismo” porque por este “acto impremeditado y absurdo a todas luces se ha[bía] inutilizado”. En adelante, según Barreiro, cualquiera que ostentara menos títulos que él lograría posicionarse mejor en los cargos de poder. “¡Cómo caen los hombres!” –culminaba su carta–, ha querido imitar a Cromwel cerrando las puertas del Parlamento de Inglaterra, pero no son los tiempos ni remotamente iguales y menos las causas.” (Correspondencia confidencial y política del Sr. D. Gabriel A. Pereira,1894, tomo I, p. 32). Dos años después de este hecho, Barreiro en una nueva misiva a Gabriel Pereira, vuelve a referir al tema lamentándose de que el “Gral. Lavalleja se ha[ya] inutilizado completamente con el golpe de echar abajo la representación y el gobierno de la Florida.” En esa oportunidad Barreiro, que era partidario del lavallejismo, consideraba que ese suceso era el responsable de que “Rivera después de sus muchos desaciertos, de haber sido satélite que sirvió al Imperio [fuese] nombrado presidente de la República.” (Ibidem, p. 31. Miguel Barreiro a Gabriel Pereira, 2 de enero de 1830). Antonio Pereira, padre de Gabriel, también se refirió a la medida tomada por Lavalleja. En carta a su hijo, manifestó que el “golpe” dado por Lavalleja, había “enfriado” tanto los ánimos “que creían ver encima el tiempo de Artigas”. (Ibidem, pp. 49-50) Expresión que refleja el temor que existía en la elite gobernante al período revolucionario artiguista y explica sus respectivas alianzas a los efectos de alcanzar un orden social y político que no alterase sus privilegios.
 
Ahora bien, a partir de otra documentación de la época, veamos las razones que pudieron conducir a Lavalleja a tomar esta medida. El 4 de octubre de 1827, en la Villa de San Pedro del Durazno, los Jefes Militares de los distintos departamentos de la Provincia se presentaron ante el General en Jefe Juan Antonio Lavalleja. Según se consignó en el Acta, estuvieron presentes el General Julián Laguna, Comandante en Jefe del Departamento de Paysandú; Leonardo Olivera, Coronel Comandante del Departamento de Maldonado; el Coronel Pablo Pérez; el Coronel graduado Adrián Medina, Comandante activo y pasivo del Departamento de San José; el Coronel Andrés Latorre, Comandante del Departamento de Cerro Largo; el Coronel Juan Arenas, Comandante del Departamento de la Colonia; el Teniente Coronel Miguel Gregorio Planes, Comandante del Departamento de Soriano y el Coronel Manuel Oribe, a nombre de su regimiento y el Teniente Coronel del Departamento de Canelones, Simón del Pino. Tal como consta en el acta, le comunicaron “que los pueblos y las divisiones de sus respectivos departamentos, en Actas celebradas en 20, 21, 22, y 23 del próximo pasado, que conducen, han acordado unánimemente que el Exmo. Señor Gobernador y Capitán General, reasumiendo el mando de la Provincia, ordene el cese de la presente legislatura y Gobierno Sustituto. Haga la reforma que crea conveniente y análogas a las disposiciones de guerra en que hoy se halla empeñada y que últimamente delegando el mando en persona o personas que crea conveniente, pueda dedicarse a las operaciones militares en que se halla encargado.” (Brito del Pino, 1956, p. 244). José Brito del Pino, en su Diario de la Guerra del Brasil (1825-1828), recogió los borradores de las distintas Actas correspondientes a cada departamento, aclarando que al contrario de lo que se afirma en el Acta principal de la reunión del 4 de octubre, las “actas de las reuniones celebradas el 20, 21, 22 y 23 del próximo pasado” estaban preparadas de antemano, para que después de consumado el “atentado”, las hiciesen firmar por los oficiales y vecinos de los respectivos departamentos. Brito de Pino agrega que dichas actas fueron redactadas por el teniente coronel Pedro Lenguas. Y en una nota, este mismo autor menciona que en Maldonado “en marzo del año siguiente todavía se estaban recogiendo firmas para los efectos del acta que había tenido lugar cinco meses antes.” (Brito del Pino, 1956, p. 245) Más allá de que, efectivamente, la decisión no hubiera sido tomada por el “pueblo armado” sino por la cúpula militar y a posteriori se hubiera buscado el respaldo de los subalternos, existían múltiples razones que pueden dar cuenta de la disconformidad de los pueblos respecto de la política llevada adelante por el gobierno y la Sala de Representantes. 
 
Por otra parte, del análisis de la correspondencia de Lavalleja se desprende que las presiones para que tomara esa decisión no vinieron exclusivamente de filas castrenses, sino también de importantes vecinos orientales e incluso de las autoridades bonaerenses que, una vez concretado “el golpe”, manifestaron su respaldo al caudillo. En este sentido, el 19 de setiembre de 1827, Loreto de Gomensoro envió una carta a Lavalleja explicitando su disconformidad con los representantes orientales por estar “vendidos a la farsa rivadaviana” y buscar “derrocar el edificio social de la verdadera Alianza de los Pueblos hermanos y Provincias amigas.” Este vecino oriental había participado de la primera Junta de Gobierno del año 1825 como representante del Departamento de Canelones y había sido enviado en esa oportunidad junto a Francisco J. Muñoz a tributar reconocimiento y obediencia al gobierno de las Provincias Unidas. Gomensoro le informaba a Lavalleja lo corrompida que estaba la administración en manos de un gobierno que estaba “colocando en todos los empleos lucrativos, a su favoritos aunque fuesen venidos de España, de la plaza de Montevideo ó de cualquier otra parte; pues que los servicios, los compromisos, y el Patriotismo de infinidad de años con firmeza constancia y virtudes, son voces que para ellos nada significan.” (U-AGN, 1937, pp. 65-66. Loreto Gomensoro a Juan Antonio Lavalleja, 19 de setiembre de 1827). El tono de las declaraciones de Loreto Gomensoro se explica porque la nueva legislación judicial y policial no había respetado la jurisdicción departamental, por ejemplo, al crear solo tres juzgados de Primera Instancia, y además porque esos cargos los desempeñaban, como ya hemos destacado, magistrados traídos de Buenos Aires. Así lo confirmaba el Secretario de Gobierno Juan F. Giró, quien en abril de 1827 explicó a la Junta de Representantes la demora en la creación del Tribunal de Apelaciones, argumentando que desde que se había sancionado la ley que creaba la administración de justicia, el Gobierno “se ocupó de proporcionarse letrados capaces de llenar las necesidades de la Provincia, y por muchos esfuerzos que se hicieron para sacarlos de Buenos Aires, no se pudo conseguir que viniesen, sino cuatro, quedando de este modo sin llenarse la defensoría” (Actas, 1920, p. 400, Sesión del 7 de abril de 1827). En la ya citada carta, Loreto de Gomensoro terminaba declarando que la situación descripta era “el cuadro fiel de nuestras circunstancias en el orden político; V.E. puede remediarlo, en su mano está. Es el Gobernador Capitán General propietario de la provincia.” Este reclamo también le llegó a Lavalleja de su amigo, asesor político y económico, Pedro Trápani, quien en una carta enviada desde Buenos Aires, afirmaba “que muy bueno sería desde ya ir arreglando el sistema de contribuciones que la Provincia pueda pagar, pues aunque esto no se realice ahora, pero es el fundamento para lo sucesivo; esto, es verdad que no pude Vm. ponerlo en practica por las atenciones de la guerra. Y ahora vera que quien podría hacerlo esta en hostilidad directa contra Vm, tal es el Gobierno delegado y Junta Provisoria –nada extraño yo de tal junta, después de ser la única que ha reconocido al Gobierno y Constitución de Rivadavia, así seguirán obrando en el mismo sentido, y bien puede Vm llenarse de laureles en el campo de Marte– pero este Vm seguro que si no se deshace para siempre de esa colmena, sus triunfos servirán para que otros los disfruten como sabe Vm. ya por la experiencia ¡que canallas!” (U-AGN, 1937, p. 96. Carta de Pedro Trápani a Lavalleja, Buenos Aires, 26 de setiembre de 1827)
 
Los argumentos esgrimidos por los Comandantes militares en las respectivas Actas celebradas por las divisiones de milicias de cada departamento, fueron similares a lo expuesto por Trápani y Gomensoro. En primer lugar, hicieron alusión a la trayectoria política de muchos de los representantes, a los que acusaban de haber sido “agentes activos de los portugueses” y, más recientemente en el tiempo, de los “representantes del sistema de la Unidad”, que llegaron a reconocer una Constitución que no había contado con el respaldo de los pueblos. En segundo lugar, denunciaron cómo había “perjudicado al país” la forma de administración que habían instalado, en el entendido de que lo habían inundado de “Jueces, Alcaldes, Tenientes Alcaldes, reconocedores, comisarios, partidas de comisarios y otra porción de empleados sin objeto, no solo le quitaban a la Provincia más de 500 buenos ciudadanos, sino que para su sostén se arbitraban impuestos que pechaban a todas las clases, y que en lo más solo [eran] a beneficio de los empleados, sin que sirvieran al objeto que se proponían.” (Brito del Pino, 1956, p. 353). En tal sentido, en el Acta entregada a Lavalleja, los Comandantes concluían preguntándose qué beneficios había reportado a la Provincia la Sala de Representantes y qué medidas había dictaminado para “propender a su felicidad y adelantamiento”. Respondían a estas preguntas con las siguientes palabras: “¡Suscribirse al capricho del ex presidente del Gobierno de la Unidad! ¡Crear en la Provincia innumerables empelados tan innecesariamente como gravosos a las rentas públicas, pues importa el pago de sus sueldos ciento cincuenta mil pesos anuales! ¡Cuerpo de Policía y comisarías en todas direcciones, al paso que en todas partes se comete el estupro, el robo y el asesinato, en términos de no poderse transitar en la campaña sino con armas y acompañamiento! ¡Sin un establecimiento de postas, y las que las hay por demasiado patriotismo de los que las desempeñan están sin un caballo y sin que se les haya pagado los servicios que han hecho, con lo que han consumido en su desempeño! ¡ Las viudas de las que han dado su vida en el campo de batalla por salvación de la patria, entregadas a la mendicidad, sin que se haya pensado siquiera en arbitrar un modo de socorrerlas.” (Ibidem, p. 352.)
 
Todas estas declaraciones permiten visualizar el entramado de causas que condujeron a la disolución de la Sala y la destitución del Gobierno Delegado el 12 de octubre de 1827 por el Capitán General J. A. Lavalleja. El día que se concretó la medida, planeada desde tiempo atrás, coincidió “simbólicamente” con el segundo aniversario de la Batalla de Sarandí, primer triunfo importante de las fuerzas orientales sobre el ejército imperial. Allí se habían probado las condiciones militares de Lavalleja, pero sobre todo, el respaldo que tenía la revolución en la campaña. Había podido ocupar todo el territorio –con excepción de Colonia y Montevideo–, contando sólo con las fuerzas orientales.
 
En los últimos años se ha producido una renovación en estudio del caudillismo en la primera mitad del siglo XIX, revisando aquellas miradas que ponían el acento en juicios valorativos. Noemí Goldman propone reubicar la consideración del tema dentro del proceso de desarrollo de las tendencias autonómicas, en tanto ello permite comprender mejor las diversas posiciones asumidas “a favor o en contra de los intentos de organización constitucional” en el período, al tiempo que demuestra cómo los caudillos tendieron a consolidar su poder mediante formas republicanas y representativas de gobierno. Si concebimos a Juan Antonio Lavalleja y a los comandantes militares reunidos en Durazno como caudillos, este marco interpretativo posibilita un análisis del “golpe lavallejista” diferente del que ha realizado hasta el momento la historiografía uruguaya. Veamos algunos ejemplos. En el documento que cursó a la Sala de Representantes exigiendo su disolución, Lavalleja explicaba que contaba con el respaldo de todos los Pueblos de la Provincia Oriental, en un intento de exponer la legitimidad su actuación. En las actas de las asambleas celebradas en cada departamento por “el pueblo en armas” se hizo alusión a la necesidad de retornar al camino de “autonomía” y “federación” que había estado en los orígenes del estallido revolucionario del año 1825. Asimismo, pocos meses después, a efectos de legitimar el nuevo orden de cosas, se convocó a los pueblos a elegir representantes para una nueva asamblea provincial. El suceso analizado evidencia como se recurrió a la soberanía popular como base de legitimación de un gobierno y también como se concibe a éste como responsable de velar por el cumplimiento de ciertos derechos de los ciudadanos. Por ello, si el gobierno no cumple con ese deber o no respeta esos derechos es legítimo que se produzca un levantamiento armado. 
 
 
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  • 1. Fragmentos del capítulo “La crisis de los poderes locales. La construcción de una nueva estructura de poder institucional en la Provincia Oriental durante la guerra de independencia contra el Imperio del Brasil (1825-1828)” escrito por Inés Cuadro, para la obra Historia regional e independencia del Uruguay de Ana Frega (coordinadora), Inés Cuadro, Ariadna Islas y María Laura Reali, EBO, Montevideo, 2010, pp. 65-100.
  • 2. La Remoción del General Lavalleja en 1826. Las causas y los medios”, en Revista Histórica, Tomo VI, Montevideo, 1913, p. 477. Carta de Julián de Agüero al General Don Juan Antonio Lavalleja, Buenos Aires, 16 de junio de 1826. Véase también García, julio-diciembre 1958.
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