¿Cédula de identidad o de identificación?
No hay posible cédula de identidad, por más que así, erradamente, se la denomine. Se trata de una simple tarjeta de identificación. Es un documento externo y descriptivo: la identidad tiene que ver con la intimidad y no con una fotografía, unas fechas y una firma.
He aquí la lista incompleta de los estereotipos que se han fabricado desde la mirada del Otro y difundido por los medios privados y públicos de comunicación, esos persistentes y a menudo insidiosos artífices de la opinión pública: los uruguayos somos tristones, conservadores, nostalgiosos de perdidos paraísos, guapetones si cuadra, presentistas a fuer de desmemoriados, modestos sin humildad, amigos del caído y desconfiados del que triunfa, envidiosos en el púlpito y garroneros en la fritada y, según se repite con fastidiosa frecuencia, grises, siempre grises, no obstante el esplendor valeroso de la gauchería y el relumbrón atropellador de los guapos arrabaleros que un día se hermanaron con las alegrías de un fútbol de pierna fuerte y pase cortito y al pie, ya muerto y enterrado.
Para escapar siquiera por la tangente de la crónica, ya que no de la gran historia, es preciso salir a la descubierta y desnudarnos en la intemperie que enfría las viejas convenciones y convicciones, y, desde allí, avizorar los posibles modelos epónimos, descubrir las lealtades que reclaman las antepasadas consignas, develar los auténticos paradigmas colectivos en los que nos reflejamos y reconocemos.
La haragana permanencia en el cómo somos, un ejercicio de tipo intelectivo, se transforma de tal modo en la perentoria búsqueda del quiénes somos, una operación de tipo existencial.
Tres
corrientes étnicas vierten aguas indígenas, africanas y euroasiáticas en el estuario de cuerpos, espíritus, sueños y vigilias que es nuestra
patria. Un pueblo distinto somática y culturalmente del rigurosamente trasplantado propuesto por Darcy Ribeiro, no puede eludir los lejanos mensajes de los genes, ni los caminos secretos del mestizaje, ni los vasos comunicantes de la aculturación. De un modo u otro los hijos de los inmigrantes se relacionaron genética y culturalmente con los descendientes de la orientalidad, cocinada en la
Patria Vieja, en cuya humeante olla hervía un caldo triétnico. El legado de los inmigrantes transformó a los orientales en uruguayos.
Inevitablemente, y pese a sus aspiraciones de “garra charrúa”, “alma negra” y prosapia europea, esos retoños americanos han acuñado, bajo los cielos que cubren las penillanuras de un territorio cuyo discutido nombre ampara todas nuestras ambigüedades, un nosotros solidario, forjado a lo largo de penurias y alegrías compartidas, de apetencias y repulsas populares, de utopías plausibles y moderadas topías. Ese latente “nosotros” enhebra etnias y pueblos de tres continentes con un hilo de biografías personales y crónicas locales bordadas en la colcha de retazos de la nacionalidad. Al cabo el “nosotros” es el crisol de los “otros”, cuyas alteridades se han convertido, proceso osmótico de por medio, en miméticas proximidades o, mejor aún, en subjetividades interactivas.
La existencia de un estilo uruguayo en el hablar, en el matear, en el hacer amigos, en el jugar al fútbol, en el tirar la bronca, en el fabricar sueños de grandeza y en el putear las crudas realidades cotidianas, caracterizan al colectivo humano de un país cuya estremecida y corta peripecia histórica no admiten el diminutivo de paisito, por inmensa que sea la nostalgia de quienes lo evocan desde lejos, extrañando la viveza criolla, el aldeanismo y la sobria ternura de puertas adentro.