Sobre la identidad nacional
El pulso dialéctico de la historia
Este pulso dialéctico ha pautado la historia del género humano a partir de los primeros grandes imperios del Viejo Mundo a los que deben sumarse los que en la antigua América extendieron sus cuatro brazos cardinales, como sucedió con el Tahuantinsuyo incaico. Pero los brazos amerindios resultaron mas cortos, empero, que las ansias de poder y riqueza de los jefes implacables que llegaron en las carabelas, aquellos “cisnes oceánicos” al decir de Hegel, que en realidad eran flotantes jaulones de buitres carniceros.
En la actualidad los modelos socioeconómicos y culturales impuestos por una civilización sojuzgada por la escala de valores y bienes imperante en una megalopotencia han despertado con vivacidad virulenta los reclamos de la personalidad extraviada, de la comunidad desvaída, del grupo insurgente que inventa o rescata identidades para insularizarlas luego, formando archipiélagos en el océano de una coactiva uniformización. En esa tarea se hallan hoy enfrascados numerosos compatriotas absortos en fabricar indianidades, negritudes, gauchomanías, gardelatos, tangocracias, futbolitis, carnavalosis y demás mitos que por si solos llevan a callejones sin salida, a marmitas de mentida autenticidad cuyas aguas, de tanto hervir, se evaporan y endurecen, ofreciendo óxidos y sales en vez de alimentos para las almas. Y al decir así apunto a esa materia invisible, a ese estilo de vivir y morir que conforma el ser y el obrar de un pueblo que ayer supo ser oriental y que todavía no acierta ser uruguayo. En definitiva, me refiero a una trama de cuerpos y de espíritus nunca acabada, cuyas hebras tejieron el tapiz del pasado y cuyos paisajes psíquicos y alamedas morales se tienden, ávidos de espacio, urgidos por el tiempo, hacia la nunca concertada, y por ello siempre elusiva, creación y recreación de la identidad nacional. Si cabe todavía agregar algo, reflexionemos en un hecho al parecer curioso. Cuando no había globalización, o como quiera llamarse, los distintos grupos sociales y culturales del país disfrutaban de una rica movilidad horizontal, de un vaivén osmótico que propiciaba un mutuo re-conocimiento programático, fundamentado en una familiaridad solidaria. Hablo, claro está, del viejo, del sorprendente, del igualitario, del inusitado país del primer batllismo y el resplandor, luego oscurecido, de su vocación igualitaria. Pero la marea globalizadora anegó los territorios de la perseverancia constructiva y donde antes existía un extensión compartida surgieron “no lugares”, islas, arrecifes, aislados espigones de ideas o de emprendimientos. Y cada ínsula, que comenzó a considerarse como la única tierra firme posible, fabricó su infierno y su cielo propios, cambiando la horizontalidad democrática por la verticalidad autoritaria impuesta por el ghetto del dogma y el fundamentalismo de la secta.
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