Las “fracturas de la memoria” y los “momentos de verdad” como desafíos de la construcción democrática.
Desde balances y prospectos genuinos que se hagan cargo de lo que deja este escenario complejo e incierto de las “
rebeliones contra las democracias limitadas y ultraliberales” de los 90
, el campo de las cuentas pendientes luego de las prácticas de terrorismo de Estado aplicadas por las dictaduras de la
Seguridad Nacional también implica tensiones similares en el campo de reencontrar pasado y futuro en los países del continente. En relación al campo más estrictamente cívico que enmarca toda esta problemática y de cara a las oportunidades de una conmemoración como la del Bicentenario de las revoluciones de la Independencia en América Latina, ¿cómo resignificar nuestras identidades, nuestros
“nosotros”, después de las desapariciones forzadas, de la tortura, de los miles de detenciones y destituciones injustas, de las dictaduras opresivas, del retorno de la violencia como instrumento de la lucha política, de la emergencia de los terrorismos (de izquierda o de derecha, vengan de donde vengan, sin por ello olvidar que el más ilegítimo de todos es y siempre será el terrorismo de Estado)? ¿Cómo recrear una
“comunidad de valores” luego de todo ello y del peso inmenso sobre la convivencia cívica de la impunidad y del olvido impuesto? ¿Cómo realizar una
“reconversión” del pasado violentista y autoritario a los efectos de consolidar la
democracia y sustentar de veras el
“Nunca Más”? En uno de sus textos más representativos, una vez más Norbert Lechner reflexionaba hace algunos años con agudeza sobre este particular:
“La posibilidad de la democracia supone (…) trabajar políticamente el tiempo, al menos en dos sentidos. Por un lado, una reconversión del pasado autoritario. Ser realista es reconocer la efectividad presente del pasado. Por lo tanto, ni lo ignora ni lo asume como mera inercia. El realismo obliga a actualizar la historia de la dictadura, incorporándola al proceso de democratización. Para que desaparezcan los fantasmas tiene que hacerse presente un “pasado superado”. Este es el significado de la reparación (material y simbólica) por las injusticias sufridas y los dolores reprimidos: una restitución del pasado como historia de la dignidad humana. Por el otro lado, el realismo requiere producir tiempo en tanto continuidad a futuro. Elaborar al orden democrático significa ante todo construir un orden en que todos tienen futuro. Para que todos tengan futuro (aunque no sea uno y el mismo) hay que concebirlo como la obra colectiva de una pluralidad de hombres y mujeres.”
Lechner proyectaba de manera lúcida esa tensión pasado-futuro que resulta tan clave en cualquier construcción democrática, en especial en los momentos de transición política del autoritarismo, momentos tan fermentales como difíciles. En su visión, la
restitución del pasado y la
continuidad a futuro eran entonces (y siguen siéndolo hoy, se podría agregar) movimientos que se referían y se configuraban en el marco de una tensión creativa. En suma, la recuperación desde la superación de un pasado traumático no se podía obviar como tarea de una transición a la
democracia. Creer que se podía salir indemne como sociedad
“salteándose” este desafío configuraba (y aun configura) un error que siempre se paga. En una perspectiva similar se ha pronunciado Beatriz Sarlo:
“Del pasado puede no hablarse. Una familia, un Estado, un gobierno pueden sostener la prohibición; pero sólo de modo aproximativo o figurado se lo elimina, excepto que se eliminen todos los sujetos que van llevándolo (ese fue el enloquecido final que ni siquiera logró la matanza nazi de los judíos). En condiciones subjetivas y políticas “normales”, el pasado siempre llega al presente. (…) La memoria es el deber de la Argentina posterior a la dictadura militar y lo es en la mayoría de los países de América Latina. El testimonio hizo posible la condena del terrorismo de Estado; la idea del “nunca más” se sostiene en que sabemos a qué nos referimos cuando deseamos que eso no se repita. Como instrumento jurídico y como modo de reconstrucción del pasado, allí donde otras fuentes fueron destruidas por los responsables, los actos de memoria fueron una pieza central de la transición democrática, sostenidos a veces por el Estado y de forma permanente por las organizaciones de la sociedad. Ninguna condena hubiera sido posible si esos actos de memoria, manifestados en los relatos de testigos y víctimas, no hubieran existido.”
Como bien dice Beatriz Sarlo,
“el pasado siempre llega al presente”. El problema es cómo se lo logra y cómo lo tramita una sociedad en clave de construcción democrática. Como vimos, no hay lugar para recuerdos u olvidos impuestos desde el poder. No casualmente las renovadas controversias sobre los hechos ocurridos durante los procesos dictatoriales apuntan a uno de los centros de la consolidación de nuestras democracias en los tiempos más actuales. Las fracturas de la memoria y los intentos de cerrar
“a cal y canto” los caminos para la búsqueda de la verdad y de la
justicia, en relación con lo ocurrido durante las dictaduras de la seguridad nacional en América Latina, han afectado en sus bases a nuestros sistemas políticos y al ejercicio cotidiano de la ciudadanía. Esas
“políticas de olvido”, esos intentos de sustentar la impunidad en visiones y propuestas que exhortan una y otra vez a
“mirar al futuro” y
“dejar definitivamente atrás los malos tiempos”, que invocan la
“teoría de los dos demonios” o que a menudo apelan a la amenaza implícita de
“no agitar las aguas del pasado” para
“no despertar a los monstruos”, han terminado por empobrecer la necesaria tensión de nuestro diálogo democrático y de los compromisos
morales que cimentan nuestras identidades cívicas.
Pero en realidad, la pugna allí planteada no es entre memoria y olvido, como a menudo se pregona. Se trata de una controversia entre dos tipos de memoria, entre dos relatos del pasado y de sus consecuencias para el presente y el futuro de nuestras sociedades. Como han estudiado muchos autores latinoamericanos interesados en estos temas, la lucha por la memoria es siempre el escenario inocultable e intransferible de un conflicto político y social, es el territorio de una lucha de poder. Como señaló en el famoso “debate de historiadores” en la Alemania de los ochenta el revisionista Michael Stürmer: “... en un país sin historia, el que logra dar contenido a la memoria, define los conceptos e interpreta el pasado, gana el futuro”.
¿Cómo ganar ese futuro para la
democracia y para la no-violencia, para un efectivo
Nunca más? Precisamente, como diría Benjamin, de lo que se trata es de
“peinar la historia a contrapelo”, buceando entre las mareas del olvido y la memoria en procura de un acercamiento vigoroso y valiente a un máximo de verdad acerca de los terribles acontecimientos vividos. Ello permitirá rescatar para el
“testamento” ciudadano esas memorias que se quisieron ocultar o volver invisibles al conocimiento, la reflexión y el debate públicos. En una convivencia democrática, por cierto que el valor
“verdad” no puede ser totalitario ni absoluto. En términos de procedimiento, la
defensa de ese valor requiere pluralismo, tolerancia, aceptación del debate abierto, confrontación libre de versiones y opiniones, exigidas siempre por una argumentación que pueda resultar persuasiva. Desde esa perspectiva, la negativa impuesta a investigar los prácticas de terrorismo de Estado llevadas adelante durante los períodos dictatoriales o su radicación y transferencia restrictiva al terreno exclusivo de lo privado, configuran bloqueos inaceptables para una orientación cívica hacia el valor
“verdad”.
Por cierto que no basta la verdad y que la
justicia es también un soporte indispensable para la reconstrucción democrática después de las dictaduras. Lo es desde un punto de vista cívico, humano y ético. La
democracia moderna
strictu sensu se construyó, entre otras cosas, sobre la base de la
defensa de los derechos individuales. Para defenderlos, pensadores como Locke y tantos otros reflexionaron en profundidad acerca de la exigencia insoslayable de poner frenos al poder absoluto sobre la vida. Las prácticas del terrorismo de Estado vulneraron radicalmente ese principio y la impunidad posterior en torno a sus crímenes restringió severamente la confiabilidad última del arraigo del Estado de Derecho. La experiencia internacional y en particular la regional -con algunas excepciones honrosas que revelan una tendencia creciente a la concreción de avances firmes en el terreno de la
justicia- nos demuestran las dificultades manifiestas que han tenido los Estados nacionales para lograr evitar la impunidad de los crímenes cometidos durante las dictaduras. Pero el que con frecuencia sea lento y dificultoso en determinadas condiciones políticas el logro más pleno de
justicia, aun de modo restrictivo y ejemplar, no debe -como ciudadanos y también como historiadores- cegarnos, sesgarnos o inhibirnos para pensar también este problema.
De acuerdo a la distinción trabajada por Todorov entre
“memoria literal” y
“memoria ejemplar”, la idea es la de optar de manera firme y decidida por la segunda. Tal como señala el propio Todorov:
“El uso literal, que torna al acontecimiento pasado en indispensable, supone someter el pasado al presente. El uso ejemplar, en cambio, permite usar el pasado en vistas del presente, usar las lecciones de las injusticias vividas para combatir las presentes. (…) El uso común tiende a designar con dos términos distintos que son, para la memoria literal, la palabra memoria, y para la memoria ejemplar, justicia. La justicia nace de la generalización de la ofensa particular, y es por ello que se encarna en la ley impersonal, aplicada por un juez anónimo y puesta en acto por personas que ignoran a la persona del ofensor así como la ofensa”.
La remisión a la construcción de “memorias ejemplares” en los países de América Latina, a propósito de las atrocidades cometidas por las dictaduras recientes y sus prácticas de terrorismo de Estado, por cierto que tiene que ver más con el futuro que con el pasado, refiere más a nuestros hijos que a nuestros padres. Supone por ejemplo toda una definición acerca del rol que la recuperación de las narrativas plurales del pasado, siempre en un marco de polémica argumentativa no violenta y rigurosa, tiene y debe tener en el presente y en relación al futuro. Como ha señalado Elizabeth Jelin: “Se trata de una apelación a la memoria “ejemplar”. Esta postura implica una doble tarea. Por un lado, superar el dolor causado por el recuerdo y lograr marginalizarlo para que no invada la vida; por el otro –y aquí salimos del ámbito personal y privado para pasar a la esfera pública- aprender de él, derivar del pasado las lecciones que puedan convertirse en principios de acción para el presente”.
Como dice Baczko, las sociedades tienen “derecho a su pasado” y ello no sólo supone construir memoria y habilitar al conocimiento público la información disponible, sino también pasar de la memoria al campo de la Historia, desde las reglas sabias y modestas de un oficio milenario. También allí y de cara a los desafíos de una conmemoración digna del Bicentenario, nuestros países latinoamericanos tienen una simiente indispensable para su futuro.